jueves, 19 de agosto de 2010

Papelito habla.

Papelito habla.

Por Manuel Espinás

En este breve texto que comienzan a leer, estoy seguro que muchos maestros, perdón, docentes, se sentirán identificados, otros tal vez no, lo que sí es cierto es que el tema que me ocupa está en boca de todos y son pocos los que por miedo o simplemente desidia no se enfrentan a la cruel realidad que vive el sistema educativo en la actualidad. Es un problema mundial y si no se busca una solución inmediata, seguiremos inmersos en la mediocridad aunque a simple vista un papel avale lo contrario.

Ya sé que se están preguntando ¿de qué quiere hablar?

Quiero reflexionar sobre el “maestro o doctor de titulo”. Así le llamo a los pobres seres humanos que, siendo cada vez más, se suman a la lista de docentes “calificados” impartiendo una materia o curso en las universidades y peor aún, cuando ese título les hace ver por encima del hombro a otros que no lo poseen pero que en la mayoría de los casos sí ostentan el posgrado que otorga la experiencia, que otorga la vida. Ese, ese sí vale.

Podría interpretarse el párrafo anterior como un “elogio a la ignorancia”, como una defensa más en pro de la gran cantidad de docentes que sí dejan mucho que desear en su rol de educadores. No, el tema que nos ocupa es mucho más relevante. Saltar en defensa de la mediocridad no me agrada pero, criticar la mediocridad disfrazada de excelencia, sí.

La investigación constante, la actualización profesional de los docentes en la especialidad que se desempeñen, es vital. No puede existir una educación de calidad si no contamos con un plantel de profesores capacitados, actualizados, y en este sentido, creo que pueden implantarse algunos otros métodos o vías para mantener a estos en continua superación sin llegar a lo que ahora es una moda, sí, una moda como lucir el último traje de diseñador o una joya invaluable. El fenómeno postgrado o posgrado, como mejor les guste escribir la palabrita, es una gran moda intelectual, pero lamentablemente, como toda moda, no todos saben lucirla. Es oportuno reflexionar acerca de esta gran bola de nieve que cada vez crece más y provoca que hoy en día, ser maestros o doctores en alguna rama de la educación se convierta en un mal necesario.

Lo peor ya está sucediendo, ha sucedido y seguirá ocurriendo: el despido, el insolente adiós a grandes personalidades de la cultura y las artes por parte de las autoridades de alguna institución educativa solamente porque éstos no cuentan con un postgrado. Tengo ejemplos contundentes relacionados con la anterior afirmación pero no sería oportuno citarlos pues, además de tocar la conciencia de muchos encargados en tomar decisiones, pondrían en evidencia cuán ignorantes somos.

Sigo pensando que el poco o mucho respeto y admiración hacia el trabajo que uno realiza se gana con esfuerzo y dedicación, con el día a día, demostrando en el salón de clases, en el escenario, en conferencias o en cualquier medio, el dominio de nuestra profesión. La imposición de un titulo o un “grado superior” de estudios y, peor aún, creérselo, es una lástima y contrario a todo lo que puedas aparentar sólo demuestra la fragilidad e inseguridad profesional de quien adopta la postura. Los estudios de postgrados deben realizarse producto de una necesidad espiritual de superación y no por imposición de un sistema que requiere aumentar favorablemente sus estadísticas.

Son más los “maestros o doctores por título” que pasan por la universidad sin que esta haya pasado por ellos, que los que realmente pueden, después de haber cursado su postgrado, aportar algo significativo a la educación. Es una realidad, una triste y aplastante realidad. Ninguna actividad (y me remito a la esencia misma del ser humano) se puede realizar mediante la imposición.

Como menciono al principio de este escrito, se pueden implementar otras vías que sirvan como termómetro para medir la evolución positiva y constante actualización de un docente en su especialidad. Evidentemente el estudio de un postgrado está dentro de éstas pero siempre que sea producto de una necesidad intelectual.

Si queremos evaluar a un profesor deberíamos someterlo a pruebas efectivas que evidencien el dominio que ejerce en su especialidad. No estoy sugiriendo acciones tan elementales como imponer un recital de piano al maestro de dicho instrumento, o una exposición de sus cuadros al encargado de pintura en alguna escuela. No. Esas no son las vías más transparentes aunque también son oportunas. Qué tal si al propio maestro del piano se le pidiera una conferencia sobre cómo interpretar a Chopin o que disertara acerca de las diferencias interpretativas de un mismo estilo en manos de distintos ejecutantes, por sólo sugerir algunos temas. Y, si en vez de solicitar al maestro de pintura una puesta de sus cuadros se le encargase una clase abierta sobre la técnica que utiliza. Creo que las anteriores invitaciones podrían ser métodos más eficaces de evaluación académica.

Detrás de esta moda intelectual del estudio de postgrados convergen muchos intereses que no están precisamente relacionados con la excelencia educacional. Una especie de laberinto donde contrariamente se ve la salida pero no la entrada. La salida es el estudio del postgrado, pero la entrada se oculta tras muchos intereses que sólo unos pocos elegidos conocen y administran. La justificación de horas de trabajo, la insaciable necesidad por obtener beneficios adicionales a nuestro desempeño real académico, engrosar la lista de candidatos a titulación y así mostrar una cara mejor al mundo, justificar patrocinios y presupuestos recibidos, etc., pueden ser algunos de los hilos que tejen la enorme telaraña que oculta la entrada a este laberinto.

Lamentablemente unido a este feroz deseo de ser “maestro” o “doctor”, aunque sea meramente por trámite, surge lo que podríamos llamar el apogeo de la moda al contratar profesionales que poseen algún postgrado aunque no tenga absolutamente nada en común con la carrera que imparten. Este proceder va en contra de la lógica en sí del estudio de un nivel superior de conocimientos provocando que pierda sentido valorativo el postgrado en sí y en consecuencia la cadena de ascenso evolutivo del educador dentro de una carrera específica. Es así como encontramos catedráticos de arte con maestrías en matemáticas o química o tal vez en mecatrónica o, viceversa, profesores de física con maestría en arte o museografía, por citar algunos ejemplos. Esto en realidad no está importando. No es relevante si yo poseo un postgrado en geología y lo que enseño es música clásica. Lo que importa es que lo posea. ¿De qué les servirán los conocimientos adquiridos? Tal vez para alimentar el ego y tener un tema más de conversación pero realmente son pocos, muy pocos, los que ponen en práctica los estudios de postgrados realizados ajenos a su profesión original. Afortunadamente, no todas son malas noticias al respecto pues ya en muchas universidades se exige que el postgrados elegido por el suejto esté relacionado con su profesión u oficio. En algunas instituciones de educación superior cuando revelas que vas a cursar una maestría o un doctorado primero te cuestionan acerca de la relación que tienen estos con las materias que impartes. Eso está bien.

Quizá lo único favorable de este fervor por ingresar a un programa de postgrado sea el hecho de que muchos por primera vez se enfrentan a la lectura aunque superficialmente, para cumplir el requisito. Algo aportará.

Si al leer la pregunta ¿por qué quiere estudiar la maestría o doctorado?, que por rigor se formula en los cuestionarios de preselección de candidatos a estudiar el postgrado, se contestara con sinceridad encontraríamos las siguientes respuestas como mayoría: porque me lo imponen, para ganar más puntos en mi sueldo, porque así me lo exigen, etcétera.

Talento o Vocación. Reflexión acerca del estudiante de música.

¿Talento o vocación?

Por Manuel Espinás

Estimados colegas. En este breve escrito abarco un tema que, a mi juicio, es digno de una ardua reflexión y por lo tanto ocuparía numerosas páginas. Para esta ocasión, con gran esmero, se ha sintetizado en apenas dos cuartillas buscando una lectura fácil y agradable, sin justificaciones.

Reflexionemos entonces acerca del talento y la vocación de un artista.

Regularmente se confunden talento y vocación ocasionando graves problemas en la formación de un futuro artista. Hablo del artista en su máxima expresión: Músicos, Arquitectos, Pintores, Escritores, etc. Con el talento nacemos, pero no, con la vocación. Estoy consciente que a más de uno les causará polémica esta afirmación, es por ello que a continuación los invito a considerar el tema. Obviamente me concentraré en los músicos.

Cuántas veces hemos escuchado, en voz de las madres emocionadas al advertir que su hijo posee alguna habilidad para ejecutar cierto instrumento musical, la siguiente frase: …este niño nació para ser guitarrista… (El instrumento es lo de menos). No dudo, y tampoco creo que alguien vacile en aprovechar las cualidades que pueda tener su retoño para interpretar cierto instrumento musical o desarrollarse en esta difícil carrera en otra especialidad. Es por ello que cada vez son más numerosas las inscripciones en escuelas de música y, curiosamente, también las deserciones. Estas últimas, provocadas por la gran desinformación de los estudiantes y por el triste fenómeno social llamado desidia.

La desidia es un cáncer que está afectando a la población más joven y en gran medida es provocada, según la humilde opinión de un servidor, en primer lugar por el acoso de los medios de comunicación quienes constantemente promueven, en un porcentaje muy elevado, la supuesta “cultura popular” llevando a las grandes masas manifestaciones musicales y artísticas en general de una calidad inmensamente cuestionable sólo porque entretiene y, obviamente, llena los bolsillos. El pueblo se identifica con los intérpretes y grupos del momento, los idolatra, y sólo estos, son los que alegran sus almas y corazones. Radicalmente, nuestra juventud, la encargada de enarbolar nuevas ideas en pro de una educación excelsa es la que apoya en gran medida, con su desquiciado fanatismo, lo que yo llamo “cultura de la vulgaridad”. No quiero que entiendan o supongan entrelíneas, una discriminación de mi parte hacia la música popular o cualquier manifestación artística que anteponga el prefijo pop. Todo lo contrario. Soy un ferviente admirador del Rock, del Jazz, de la Salsa y la Rumba (de ahí vengo) y de cualquier otra tendencia que apueste por un mensaje de calidad para el público que es en definitiva de lo que adolece hoy en día la mal llamada “cultura popular”.

El segundo lugar irónicamente, y sólo por seguir una cronología numérica pues es igualmente importante que el punto anterior, es para internet. Digo irónicamente pues además de alimentar el mal gusto y llenar el cerebro de las personas con información decadente es donde podemos encontrar documentos y registros de multimedia de gran valor formativo. La disyuntiva está en saber para qué usamos la red. Si los jóvenes se percataran por un momento del inmenso laberinto de conocimientos que encierra internet creo que su acervo cultural se fortalecería.

No piensen que me estoy desviando del tema principal propuesto al principio de este ensayo destinado a reflexionar sobre la diferencia entre talento y vocación. Creo que es necesario contextualizar antes de discrepar y, antes de pasar a ello, expongo un último punto que es de gran impacto social: los padres.

El apoyo incondicional de los padres es determinante para el correcto desenvolvimiento de un joven estudiante de música u otra carrera artística. Tradicionalmente, al pensar en un hijo artista, viene la idea de un fracasado, de alguien que terminará en los semáforos limpiando cristales de coche o tragando fuego, por poner demasiado drástico el ejemplo. Pienso que más dramático sería estar toda una vida pensando en lo pudimos ser y no somos y peor aún, darnos cuenta que claudicamos a nuestros ideales por prejuicios e ignorancia. Me ha tocado ver a muchas personas en esa situación.

Es por estas razones y, obviamente, por muchas otras que podríamos incluir pero que en un ensayo de dos cuartillas sería imposible, que la vocación de un artista es vital para poder desarrollar ese talento nato del que los padres se vanaglorian al descubrir en sus hijos. La vocación es querer, es amor, es pasión por encontrar, más allá de los muros de la escuela o universidad, la información que nos permita identificarnos plenamente con la profesión que escogimos para desenvolvernos como seres humanos de bien en el futuro.

Podemos tener habilidades sobrenaturales para tocar un instrumento musical o tal vez para ser excelentes teóricos de la música pero si constantemente renegamos de la carrera o poseemos una idea errónea de lo que vamos a aprender, nuestro universo intelectual conspira en nuestra contra. Es por ello que vemos a chicos estudiando música clásica o arquitectura (escojan la carrera) y no tienen el mínimo interés en buscar alimento para su espíritu asistiendo a conciertos, conferencias, exposiciones o cualquier otra actividad que lejos de afectarles, le van a aportar ese condimento esencial que se llama cultura y, en consecuencia, los acercará o distanciará, sea el caso, de sus objetivos pues también existe la posibilidad de que al descubrir el mundo real donde están insertados, en este caso el arte, tomen conciencia de que no es para ellos.

Es oportuno que ilustre esta disertación con algunos ejemplos personales. Ejemplos que sin duda a más de uno sorprenderán y tal vez a otros les parezcan algo normal. Como es sabido, soy de origen cubano y toda la carrera la estudié en mi país, aproximadamente desde el año 1980 al año 1992.

El ambiente que disfrutábamos como estudiantes siempre fue envidiable y créanme que sólo ahora, después de vivir muchos años fuera de la isla, me doy cuenta de ello ya que poseo innumerables razones para poder diferenciar entre un pasado lleno de amor y pasión por estudiar música y un presente muy absurdo donde los jóvenes estudiantes cada día tienen más desidia y apatía por aprender, y lo más triste es que prácticamente lo poseen todo.

En mis años mozos (la nostalgia me abrasa) devorábamos las pocas grabaciones que caían en nuestras manos. Las partituras, aunque cueste creerlo, se copiaban todas a mano, incluso conciertos completos para guitarra y orquesta. Las tertulias musicales eran el pan de cada día, era ahí, donde las interminables discusiones acerca de la música, de sus intérpretes y compositores y de las nuevas tendencias culturales iban forjando en nosotros el carácter y profesionalismo necesarios que nos permiten, actualmente, sobrevivir en este mundo cada más competitivo. No piensen que es mi intención sugerir un retroceso en el tiempo y volver a utilizar los métodos “arcaicos” en la educación. No es así. Pero sí estoy convencido que mientras más se tiene menos se aprovecha, menos se valora la inmensa dicha de vivir en un medio donde todo, absolutamente todo lo necesario para crecer como artistas y profesionales, está, metafóricamente, en la palma de las manos.

Lo descrito anteriormente es cierto, como tan verdadero es que durante los festivales y concursos que se organizaban en La Habana la mayoría de los estudiantes de guitarra, y me incluyo, estábamos a la caza del momento en que los concursantes extranjeros cambiaran sus cuerdas para pedírselas. Vale conocer que la situación anteriormente descrita se propiciaba por el hecho de que durante la formación en el Instituto Superior de Arte (ISA) se asignaba mensualmente un juego de cuerdas a cada alumno, eso era todo. Una más: para asistir a concursos internacionales (fuera del país) se debía competir previamente en Cuba para aspirar a la única plaza o boleto disponible, esto provocaba una competencia a gran escala que lejos de perjudicar sembraba en nosotros el amor por la excelencia . Esto no lo cito con la finalidad de dar lástima, en definitiva es solamente un momento que nos tocó vivir, ni bueno ni malo, sólo diferente, pero sí es la intención dar a conocer una realidad que la inmensa mayoría de guitarristas (aunque se aplica para cualquier estudiante) de hoy desconocen y creo puede tocar a más de un cerebro perdido. La relación de anécdotas sería interminable.

Es por ello que al hablar de talento y vocación debo siempre aclarar, y reitero que es mi personal punto de vista, la gran diferencia que existe entre ambos. Una mayoría abrumadora de personas, como ya he expuesto, poseen talento, a veces muy elevado, para desarrollarse como excelentes intérpretes o investigadores. Entonces cómo se explican que igualmente una gran cantidad de ellos se queda en el camino hacia el éxito. La respuesta creo que pueden tenerla en estos momentos: No desarrollaron la vocación. Esas capacidades excepcionales se quedaron en el salón de clases, deslumbrando a varios con su virtuosismo pero cada vez que su mundo se achicaba producto del asilamiento y desinterés, se hacia más difícil continuar con la farsa. Se llega al estío y es cuando, por más talento que tengamos y hayamos escuchado en ocasiones que nacimos para ser esto o para ser aquello, descubrimos que siempre estuvimos actuando, que vivimos encerrados en una torre de cristal donde sólo se ven pasar las cosas pero no penetran.


La definición de la palabra Talento, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos dice lo  siguiente:  Inteligencia, capacidad intelectual de una persona. Aptitud o capacidad para realizar algo (...). Sobre la palabra Vocación podemos leer esto: Inclinación natural de una persona por un arte, una profesión o un determinado género de vida: vocación por la música.


Cómo es posible que estudiando música no nos alimentemos de actividades relacionadas con la carrera. Eso por pedir lo elemental pues si sugerimos asistir a un teatro, leer un buen libro o tal vez  admirar una colección pictórica creo que muchos se ofenderían. Lo que pido es poco. Se trata de identificación, de estar actualizados acerca de nuestra profesión y así, la pasión por crear y ser siempre mejores nunca se apagará.

Puedo suponer que en estos momentos, cuando me dispongo a epilogar este breve escrito, muchos de ustedes se estén cuestionando si están en el lugar correcto estudiando la carrera correcta. Si esto ocurre, ha valido la pena esta lectura.

Para finalizar cito una frase ya bastante conocida pero poco puesta en práctica: No hay talento sin trabajo, o lo que es igual: No hay talento sin vocación.

Ciudad de Puebla, México, septiembre 2009